"Y sí, no dudo que para los demás, nuestras costumbres parezcan singulares. Pero hoy, de entre todos los días, he comprendido ésto: no hay nada de malo en celebrar una vida sencilla."
-Bilbo Bolsón.
Tenía quince años. Catorce días me llevó terminar de leerlo.
Me despertaba a primera hora de la mañana para extraviarme en las páginas de ese libro.
A duras penas lo dejaba para almorzar y cenar. El resto del día leía, leía, leía.
Imaginando los bosques, las praderas y vados;
las mochilas gastadas y los ponies;
el aroma del desayuno y la menta silvestre.
En casa de mis abuelos, en Laguna Paiva (una comarca, a su manera).
El lugar donde me enamoré del cassette, de las siestas, del aire puro y el silencio. El sitio donde aprendí a leer libros, periódicos e historietas. En donde los días duraban el doble y las noches se hacían eternas.
Tirado en la cama, echado en la mesa, sentado en el sillón, recostado en el sofá, leyendo El Señor de los Anillos en su maxiversión de cuatro mil páginas, esa versión que traía un marcapáginas rojo, como los que se asomaban en las Biblias de misa.
Hay algo mágico con la obra magna de Tolkien.
Es un libro especial, por variedad de motivos literarios bien reconocidos (como su solo tamaño). Pero la experiencia de leerlo y mirar durante horas las láminas ilustradas por Alan Lee llevan la mente a un lugar de esos que ya no existen (o sí...?), plagados de aventuras y misterio, evocando la majestuosidad de la naturaleza, del mundo y de la humanidad, en cada página.
Hay algo ahí que no escapa al idilio de la primer lectura, y que Howard Shore supo capturar con la increíble banda sonora de acaso tal vez la última auténtica trilogía de principios de siglo XXI.
Ésta canción, casi de cuna, o de candor,
recorriendo el verdor y celebrando
la simpleza de la vida y sus maravillas mundanas,
me recuerda tanto a Laguna Paiva.
Por eso tal vez esta canción me emociona hasta las lágrimas.
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