Todo aquello que no está prohibido, se vuelve obligatorio.
Te acordás, cuando ibas a la escuela,
de las vacaciones de invierno o de la última semana de clases?
Esa sensación de que sin importar lo que pasara, llegaba la libertad total.
No más tareas, no más horarios para ir a la cama,
no más horas contadas viendo televisión o jugando videojuegos.
Ir de visita a la casa de tus amigos y volver entrada la noche, como los adultos.
O invitar a un amigo a dormir.
Seguro te acordás.
Incluso al día de hoy, hay adultos con trabajos en relación de dependencia se comportan de forma similar. De tomarse la labor o las responsabilidades en general con excesiva ligereza bajo determinados condicionales.
No importa si hay alguna complicación en el trabajo... total en una semana salen de vacaciones.
No hace falta hacer las cosas bien... total alguien va a arreglar las cosas mientras ellos descansan.
Y desde luego están los eternos adolescentes, bendecidos con caudales, caprichos y capitales,
que usan la semana no como una línea de producción, sino como banda elástica entre viernes y viernes.
Esos que maldicen el lunes entre pensamientos neblinosos y resacas. Y el martes, y el miércoles también.
El problema en todos estos casos radica en que todos dan por sentado que tienen garantizado un pase libre.
Las vacaciones, visto no como el descanso para el Yo de las exigencias del Superyo, sino como una extensión visible del Ello.
Los fines de semana largos, visto no como una oportunidad para refinarse, sino como una extensión para quedarse en el camino.
El impulso del capricho gana fuerzas ahí en donde las reglas son un poco más flexibles.
Ahí en donde todos somos más o menos iguales y nos merecemos todo lo que deseamos.
Ahí en donde sólo nosotros tenemos el control y el poder sobre nuestro tiempo y voluntad.
Ahí en donde no habrá exhaustiva supervisión en lo que nos paguen por hacer.
Es como si en ciertas ocasiones levantáramos el velo de nuestros principios para dar lugar a la autoindulgencia.
Como quien está a dieta durante treinta días para atorarse con comidas rápidas y dulces el día treinta y uno.
Como quien pretende imponerse un código de conducta y pasa por alto, por los motivos que fueran, el escutinio de ciertas situaciones.
Una idea similar, intuyo, opera sobre los mecanismos de la obsesión: ese pensamiento o necesidad que co-opta prioridades y arde con fuerza en el interior con chispas de anhelo por la satisfacción total que va más allá de la razón.
Allí en donde encuentre un espacio, buscará salir y apropiarse del sentido común la mayor parte del tiempo posible.
Como si fuese un mecanismo de defensa contra cada oportunidad de convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.
La pregunta es... por qué ocurre esto?
Si sabemos lo que nos hace mal, o a lo que somos débiles...
por qué nos lo ponemos en el camino?
Por qué atentamos contra el crecimiento y la responsabilidad del ser
intentando descubrir la razón que nos demora?
Y peor aún, por qué consideramos justificadas estas actitudes
que nos dañan primero a nosotros y a nuestro entorno después?
Esa es la idea detrás del precepto inicial de este artículo.
Si no actuamos deliberadamente contra nuestras tentaciones,
vamos a perder constantemente la pulseada.
Si no nos ponemos límites a nuestra periferia,
perdemos incrementalmente el norte y por consecuencia, nuestro camino.
Está bien cometer errores.
Está bien sucumbir a la debilidad.
No está bien reincidir.
Aún así...
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