Al ser humano le atraen las sombras,
como a las polillas el fuego.
Cuanto más cerca de la luz nos encontramos
más grande se vuelve nuestra sombra.
La llama más brillante arde más deprisa,
así como todo aquello capaz de brillar
debe poder soportar, a fuego lento, quemarse.
Hay un extraño sosiego en la oscuridad.
Una paradójica seguridad en las fauces del lobo,
una manta de seda negra que nos protege de miradas y prejuicios.
La luz nos ciega y desnuda; todo lo que somos
queda a la vista de todos los demás. Nada es secreto en horas diurnas,
y algunas cosas nunca más lo serán.
Y allí cuando arde la piel y la vista no es más que latigazos naranja,
buscamos el abrazo y la negrura de las sombras que nos arropen.
El lienzo blanco, que todo lo arruina en su prístina perfección
hasta que la entropía del pulso y la tinta lo someten,
y en el corazón del artista -en nombre del arte- el acto es bueno.
Lo gótico y lo perverso. Lo retorcido y lo seductor. El Ying y el ojo del Yang.
El color de la mortaja; el reflejo de la sangre; el fondo del dolor que conduce al placer. Todos tan negros como la noche. Tan naturales como la supervivencia. Tan inocentes como la fantasías.
Tal vez en el refugio de la oscuridad, sucumbiendo a nuestros instintos, reconectamos con nuestros ancestros, con algo más antiguo que nosotros mismos, y sentimos el alivio de una oscuridad que no juzga, no revela y no traiciona.
Cuando todos los carteles, ventanas y vidrieras se ufanan por mostrar la perfección inalcanzable, a plena luz del día, como modelos a imitar para convertirnos en algo que nunca fuimos.
Continuará.
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