En este merodear sin rumbo en el que la vista y los objetivos van nublándose en igual medida
encuentro una pista a la atracción que genera la economía de la dopamina.
Es la búsqueda de la novedad la que estimula la mente y nos genera expectativa,
y cuando éstas no se cumplen, la eterna llama de la desilusión dentro nuestro se aviva.
Es sólo un click en la sección de notificaciones, a la espera de una respuesta en particular.
Es un click para ingresar en un sitio; y uno se siente como Aladino, con su lámpara y su frotar.
Pero no hay genio, ifrit ni djinn; no hay deseo cumplido y la plegaria permanece sin contestar:
y de forma compuesta sentimos que, una vez más, nuestras ilusiones nos ha vuelto a engañar.
La ingenuidad nos juega una mala pasada; y a los más jóvenes, de a poco arruina.
Llegados a un mundo que los engaña o embauca, y que su confianza asesina.
Y a los más viejos, sin fallar, nos invoca un rencor acumulado que nos domina.
Ni viejos ni jóvenes estamos exentos de las trampas que nos ponemos día a día.
Es una competencia acelerada en busca de una inmediata recompensa.
Un acto minúsculo y sin esfuerzos que -visiblemente- cada músculo tensa.
Dados echados al aire, tragamonedas en marcha, una ruleta que gira, intensa:
Apostamos y arriesgamos sin miedo a perder la calma y la paciencia.
Creemos que ganaremos en grande por recibir nuestra respuesta...
Y si perdemos sentimos una conspiración universal en contra nuestra.
Pero insistimos en sentir la derrota ante una máquina descompuesta:
jugamos con arrogancia a esperar que el destino nos favorezca.
Y cuando perdimos todo, cuando ya no queda nada que ofrecer,
accedemos a arruinar, parte por parte, la razón de nuestro ser.
Acostumbrados a la miseria entonces, no queda nada que perder.
Así trocamos deseos por sueños, en la desilusión del perecer.
Comentarios
Publicar un comentario