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El reloj de arena, al parecer, se rompió.
O se terminó de romper. Con los sueños cambiados, las vigilias más largas
y el ardor de lo instantáneo, el río del tiempo
a estas alturas del año, se transforma en rápido.
En los últimos dos años, una correntada de coordenadas,
condicionamientos y calamidades han hecho imposible -para el ciudadano promedio-
tomar conciencia del momento presente.
Sin ir más lejos, yo mismo olvidé cuántos años cumplía este año.
Todas las alarmas del instinto sonaron al mismo tiempo
en todos los países y en todos los cuerpos.
Algunas de ellas siguen sonando, convertidas en sirenas que vaticinan bombardeos.
O temperaturas inesperadas. O tableros pateados.
Con cada día que avanza los meses pierden la forma,
los recuerdos se van borrando y volando
y los objetivos de la vida se pierden en un horizonte de conformismo y placeres.
Eligiendo sólo aquello al alcance de la mano, que hoy en día es ya demasiado.
Todo a nuestro alrededor es una gran excusa para quedarnos sentados,
para no hacer más que ser eternos espectadores de vidas ajenas,
consumiendo porque hay en abundancia, sin reparar en valores nutricionales,
y viendo a nuestros sueños y ambiciones alejarse sin pausa ni prisa.
Siempre fue igual, pero hoy más que nunca
lo artificial ha reemplazado por completo a lo natural.
Porque cuando el tiempo comienza a volar,
la solución más veloz siempre gana.
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Como una forma de redimir los meses de ausencia sin escribir,
voy a aprovechar esta inminente cuenta regresiva de diciembre
para elaborar una lista de aquello que ha dejado este año.
Otro más, uno menos.
Tal vez todo el tiempo sea nada más que una ilusión relativa,
pero tomar nota de los errores, sucesos y aciertos sin dudas, ayuda.
Si no para aprender de los errores, al menos para que las cosas fluyan.
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