Se quitó la remera negra y la agitó desesperado para dar señales de vida; para pedir perdón; para expresar remordimiento… para reconocer, más allá del cansancio, el frío y la desazón que sentía golpeándole el pecho, su temor a la muerte.
Un reflector, enorme como la luna que indicaba la medianoche, le alumbraba desde abajo.
Apenas podía distinguir desde tan alto las siluetas de sus profesores y sus compañeros de curso, agrupados en torno a la luminaria que, como descubriría más tarde, estaba empotrada en una camioneta ajena al campamento.
O acaso eran las lágrimas de sus ojos, un poco mezcla de temor y vergüenza, que le impedían enfocar la mirada. Nunca había visto una luz tan blanca. Nunca había sentido tanto miedo a la oscuridad.
Llegar hasta la cima del monte le había costado un esguince en el tobillo y cientos de latigazos en brazos y piernas, el tributo ofrecido a las matas de pasto salvaje y ortigas que lo salvaron de una caída segura. Tenía las manos hinchadas, endurecidas por la tierra de las piedras que le permitieron seguir escalando. Nunca había sentido la boca tan árida y seca. Sangre, sudor y lágrimas. Sobre todo lágrimas.
No podía ver nada frente a sí; a tientas había descubierto la verticalidad de esa montaña que creía ser capaz de desafiar. Una lengua tibia -probablemente sangre- le recorría el dorso del brazo. Estaba frente a una pared infranqueable de rocas y flora autóctona allí en donde pensó que encontraría un camino allanado para terminar la prolongada travesía.
Caminó, caminó y caminó tanto para llegar hasta ahí… cuando sus padres se enteraran de lo que había hecho… Desde luego que se iban a enterar; los profesores del viaje tendrían la obligación de comunicarles lo ocurrido.
Pero tenía que seguir marchando.
Desandar el largo trayecto equivaldría a quedar a merced de la absoluta soledad, o peor aún, de la fauna del lugar.
Eso le permitió ignorar calambres, cortes y torceduras. Una emoción sin nombre le estrujaba la boca del estómago. Detenerse había dejado de ser una opción viable hace mucho tiempo atrás. Ni siquiera los incontables tropiezos pudieron aminorar su marcha.
La claridad de media tarde se extinguió como una hoguera. Cada paso que daba confirmaba su obstinación a desandar el camino de la aventura. Al mismo tiempo, las dudas se agolpaban en su mente.
Titubeó sin dejar de caminar, incluso después de los primeros calambres que le mordían las pantorrillas. Cuántas horas habrían transcurrido desde la última vez que sintió la sed quemándole la boca?
Nadie esperaría verlo aparecer desde arriba, triunfante, habiendo conseguido literalmente "dar vuelta a la montaña". Esa sola idea le pareció suficiente para desafiar a sus profesores, las autoridades del campamento escolar.
Ya se había alejado bastante del sitio al que tenían que ir a lavar sus utensilios después de la merienda, y quedaban algo de tiempo antes de la misa grupal. Sus ojos se iban ajustando gradualmente a la caída de la noche. Un poco más de camino y seguramente llegaría a la cima.
-"Adónde vas?" le preguntó su amigo El Turco. "En media hora empieza la misa".
No respondió inmediatamente. Siempre lleno de confianza, comenzó a caminar. Miró hacia atrás, y con una mueca de picardía en el rostro le dijo:
-"Voy a darle la vuelta a la montaña. No le digas nada a los profes! Nos vemos del otro lado".
Y caminó con paso firme, hasta que la silueta del Turco desapareció del horizonte.
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