Cábala
El árbitro pitó el final del partido.
Victoria aplastante contra el rival, una vez más, marcando un año consecutivo sin perder el invicto.
La hinchada que los seguía a todas partes no paraba de saltar y gritar con todas sus fuerzas, convencidos de que eran esos cánticos los responsables del triunfo ininterrumpido. Estaba claro que no eran sus jugadores, que no aparecieron jamás en ninguna tapa de los diarios de la capital. Mucho menos su cuerpo técnico, armado más con colectas y ventas de tallarines caseros que con las inversiones millonarias de la que presumen los que mueven la pelota en primera división.
Había un no se qué de liturgia y comunión en cada uno de esos certámenes. Tal vez por eso decidí ir a la cancha cuando arrancó la temporada de ese año.
El país, fiel a su tradición, no estaba pasando sus mejores momentos, y todos -excepto los acomodados de siempre- nos sentíamos unos perdedores. Vapuleados por las circunstancias siempre desfavorables; obligados a reacomodar esquemas, siempre con un jugador menos, con la lluvia en la cara, derrapando en el lodo.
Como todos esos pobres tipejos en la tribuna, laburantes y luchadores, yo era uno más. Igual que ellos, pasaba hambre varios días. Pero más que alimento, me gruñía el alma, reseca de sed de justicia.
El equipo sólo se presentaba para cumplir; tal vez, para darle aliento a ese conjunto de desaforados que pagaban su entrada -y por añadidura, sus magros salarios. Podía haber nobleza de su parte, pero ganar partidos necesitaba de otra cosa.
Y ese equipo nunca ganó nada, al punto que estaba a punto de quedar profesionalmente desafiliado. Algo que me pareció injusto. No por el deporte en sí (bien alimentado a fuerza de corrupción, de transa con los medios de comunicación, de usar las tribunas como vomitorio para los excesos cometidos afuera de la cancha).
Así que me puse la camisa gastada de jean, sabiendo que al menos esa temporada, podía hacer algo por todos ellos, o cuanto menos por la sed de justicia egoísta que me atenazaba el corazón y me hinchaba las venas.
Jamás practiqué el deporte; mucho menos lo seguí muy de cerca. Pero toda esa gente en las tribunas era la gente de mi barrio, uno más tan olvidado como ese equipo que seguían que sólo sabían poner huevo sin importar el resultado.
Así que fui a la cancha con la camisa de jean, con cuarenta grados a la sombra y un sol que partía la tierra. Me ubiqué bajo las tribunas de cemento al resguardo del sol. Cruzado de brazos, mirando fijamente el partido, transpirando más que todos los jugadores; ignorando el gruñido del estómago, acallando la impaciencia propia de quien está cansado de perder.
Simplemente me crucé de brazos y miré el partido con la camisa de jean puesta, en todos los partidos que se jugaron en aquella temporada.
No necesitaba explicaciones ni refutaciones, y la hinchada tampoco.
Bastaba estar siempre ahí, lejos de mis necesidades, mis aflicciones y mis caprichos. Iba incluso cuando no tenía ganas, porque no lo hacía por mí, ni por el club, ni por los jugadores, ni por las ridículas tradiciones.
Allí en
donde estuviera, en donde no me pudiera ver nadie, llevaba conmigo la camisa de
jean de la victoria, y solo yo lo sabía.
Espero
que nadie lea esta confesión, para que la camisa no pierda su magia; para que
el equipo siga ganando; para que la tribuna no deje de festejar; para que los milagros no dejen de existir.
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