RECETAS LITERARIAS
Consigna basada en el blog literario homónimo.
Luego de leer algunos de los relatos gastronómicos que les adjunto, a modo de ejemplo, hoy les propongo eso mismo: escribir un texto donde la gastronomía sea parte central de la historia.
Que podamos percibir los aromas, que se escuche el ruido de una olla al fuego, la sartén crepitando, el calor de un horno a leña, que se nos haga agua la boca al casi poder saborear algún plato.
Por supuesto, que no quede todo en una descripción de la comida (y la bebida… o el postre). Que algo significativo ocurra… una confesión, una reconciliación, una pelea definitiva, una reunión familiar largamente postergada… un envenenamiento. Lo que “gusten”.
¡A escribir, que se enfría la comida!
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Está esa golosina que te devuelve a la primavera de la infancia en un santiamén.
Esa que con solo probarla y cerrar los ojos evoca tablones extensos, globos de todos los colores y un aquelarre de entusiasmo, griteríos y sonrisas.
Los
caramelos de goma, las Yapas y los Sugus, los turrones de maní, había seguro. Algunos de ésos (todos) te habrán tocado en los cumpleaños en los
que estuviste: el botín de las bolsitas de souvenirs y de 'sorpresitas'.
Esos mismos que ibas a comprar después al kiosco con la plata que te regalaban tus tíos o tus abuelos (y que generaban las primeras caries en el odontólogo que tenían que pagar tus papás).
Después, en el horizonte de las dulzuras que preceden al verano, suele aparecer El Helado. Así con mayúsculas; porque puede ser de cualquier sabor, venir en cualquier forma y cambiar todo el tiempo de color.
Para esa carrera en múltiples dimensiones de mejillas coloradas que resulta ser toda niñez, aguantarse quietito en el lugar las ganas de toquetear todo en casa ajena (o de armar barullo en el cine) garantizaba El Helado de premio.
A menos que fuese fin de mes… entonces se convertía en una recompensa. Exactamente lo mismo que sentís cuando elegís los sabores, cuando le pasás la lengua a la tapita.
El Helado es cosa de chicos, sí; y es también sabor para mayores.
Como lo es el primer café que aceptás cuando mirás por la ventana las hojas dorarse y caer; cuando la leche chocolatada -por una mera cuestión de intereses- empezaba a perder, del vaso a la taza, su sabor.
"Bebida de grandes", pensabas tal vez promediando la pubertad, cuando dejaste de acompañarlo con tostadas o galletitas. Justo antes de abrir la puerta y salir a esperar el colectivo para ir a la escuela.
Ese momento en que la ventisca otoñal amenazaba con cambiarte para siempre la voz; con hacerla bailar de acá para allá (como el gallo Claudio) por tiempo indeterminado.
Como ese domingo a dos minutos de la medianoche en que estudiabas para tu
primer gran examen el lunes, empezaba a cobrar forma tu primer trabajo práctico
o se iba tachando la tarea sin hacer, que ocultaste para poder mirar un par de horas más de TV el fin de semana.
Cartuchera, carpetas y café. Ni tostadas, ni galletitas.
Una punzada de amargura en el fondo de la lengua que con más o menos azúcar aprendimos a necesitar -para empezar los días o estirar las noches- en nuestras tazas.
Pero en
esa punzada está también la llave al salón de los adultos.
En todas
las mesas y en diferentes horas del día se cierran negocios y acuerdos, se pone
candado a promesas y encuentros, y se abren los espacios para compromisos y
romances.
En ese momento de amargura se aviva nuestra llama, se encienden nuestras pupilas y corremos el riesgo de quemarnos las papilas.
Cuando le encontraste el gusto al café, hacés lugar para el vino y la tabla de quesos: con parejas selectas de amigos y examigas. Imagen central en tus redes sociales. El bodegón que pintás con los ojos cerrados, en sueños.
Antes o después, habrán llegado la birra y la picada - antes, durante y después del partido. Multiplicadas en proporción a los años compartidos, replicadas en todos los bares a lo largo del tiempo, e ilustrativas del calibre de celebración a los que acordamos en llamar encuentros.
Y en algún momento desde luego, llegaron como símbolos el fernet y el asado. En algún momento la bebida de marca y el buen corte de carne fueron haciéndose más esporádicos, menos efusivos, o incrementalmente más costosos, en directa proporción a la noción de identidad que nuestra mente mejor proyectara.
Nuestro plato central. "El gusto por el cual laburamos todo el mes".
El empírico manifiesto de que "sólo se vive una vez". El decreto inapelable a la gula... y el altar a la acidez.
(Serán necesarias tantas vueltas para invitarnos a tomar el té?)
Sospecho que con el invierno encima
se nos hizo tarde para El Helado
y nos olvidamos del gusto de las golosinas.
Una exquisitez de relato, jajaja. De verdad, conmovedor. Fluye muy bien el tono inicial donde rememoramos la niñez hasta el final, más melancólico y emotivo. ¡Qué buena máquina del tiempo es la comida! La frase final, como remate, es una placentera piña de nocaut. Impecable. ¡Saludos!
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