Ustedes -o un personaje, no necesariamente ustedes- ¿qué harían? ¿Y cómo es esa encarnación de la muerte? Mis favoritas son la de Sandman y la de Mundodisco de Terry Pratchett.
Aquel día la Muerte golpeó a mi puerta.
No puedo decir que la esperaba.
Quién lo hace, realmente, excepto los pacientes terminales?
Incluso aquellos que amagan a abandonar este mundo avisan -advierten- primero.
Para ratificar, tal vez, que no están tan solos como intuyen que están (acaso no lo estamos todos?)
Para que alguien encienda una luz -una linterna, una vela- que les indique el camino de salida del túnel reseco y negro en el que se hallan atrapados.
Y muchas veces, esa luz no aparece. O se apaga en el camino, y los rescatistas llegan demasiado tarde.
Y se cierra el telón que precede al vacío que queda en el alma de quienes seguirán viviendo.
La Muerte no espera, aunque digan algunas canciones que nos otorga toda una vida de ventaja porque está tan segura de vencer.
Incluso así, siempre golpea la puerta.
Y esta vez, era la mía. Simplemente lo sabía.
Sentí el sudor frío emanar de los poros de mi espalda, como una lluvia de invierno brotando desde dentro del cuerpo. Un miedo primigenio, de laucha acorralada. Mi departamento está en un segundo piso y todas las ventanas dan al vacío. No tenía dónde escapar, y francamente me daba miedo hacerlo.
Cada golpe lento y deliberado en la puerta de metal de mi casa era inconfundible, como campanadas en un cementerio, acallando a todos los demás sonidos con perturbadora solemnidad.
Me temblaban las piernas, igual que cuando me anestesiaron para nublar el dolor -rítmico, uniforme, paciente- de un apéndice estallado hace casi dos décadas atrás… por eso sabía quién golpeaba. El ritmo era el mismo. Lo sentía en el vientre.
No puedo decir que el arribo me sorprendiera.
A todos nos llega la hora, pero hacemos todo lo posible por mantener la vista alejada del reloj. Y desde luego, yo no era la excepción.
Fumando dos, tres, cuatro atados de cigarrillos al día intentando vencer al sueño, al deseo, al destino, al delirio, al desespero - pero jamás a la destrucción, y mucho menos a la muerte. Asegurándome para mis adentros una excusa más para descalificarme de la human race, de la carrera humana.
Para vivir la vida a mi ritmo, en mis términos, a mi manera, por mi propio sendero.
Sirvió de algo, acaso…?
La puerta volvió a sonar; el eco del metal me llegaba hasta los huesos.
Los dedos inquietos buscaban otro cigarrillo (cuántos iban ya en el día…? Veinticinco? Treinta y nueve?).
Pero el encendedor se había roto.
Tendría que salir a comprar uno nuevo; tendría que ir a abrir la puerta.
No tendría que haber condicionado mi cuerpo a la inyección permanente de nicotina.
Fue ahí que sentí que esta adicción eventualmente me costaría la vida.
La ironía me hubiera hecho sonreír, pero cada una de mis células temblaba de miedo.
La puerta volvió a sonar, como suenan los últimos naipes de una partida de solitario.
Y ahí mismo sentí que no había hecho nada de mi vida, excepto postergar lo inevitable. Y hasta acá había llegado.
Intentando ser un distinto, al final me aguardaba el mismo destino que a todos los demás -los notorios, los repudiables, los anónimos- que ya no estaban.
Por primera vez en cuarenta y dos años me quedé sin palabras; y por última vez, exhalé resignado.
Hasta acá me tocó llegar?
Era esta toda la recompensa hallada al final del camino?
Recordé a la Muerte de Neil Gaiman, y la forma en la que su personaje Hob Gadling tan hábil -y valerosamente- había demorado su llegada durante siglos.
Pensé que tal vez en un último momento de lucidez, podría recurrir yo también a algún tipo de argucia o argumento para poder tener algunas horas extra; una extensión a mi deadline, como había conseguido de casi todos mis clientes cuando el trabajo se me acumulaba y las horas se iban quemando.
Pero para ello tenía que abrir la puerta.
La única tranquilidad que me quedaba -en medio de un terremoto de miedos- era que no había matado jamás a nadie, excepto mosquitos y cucarachas.
Me incorporé de la silla mientras mi mente pasaba veloz revista de mis momentos más importantes: ver si tenía alguna objeción que elevar, o alguna oferta que hacerle a La Parca (guardando recaudo de no llamarla de esa manera.)
De la oficina en la que paso mis días hasta la puerta hay nada más que seis pasos. Cerré los ojos y me permití llorar -en silencio, como todos los estoicos que he admirado a lo largo del tiempo.
Decidí no andarme con vueltas. Si me aguardaba algo más que la sensación de injusticia y furia conmigo mismo, prefería no prolongar dichos estados.
Respiré lo más profundo que pude, me puse el primer par de zapatillas que tenía a mano, y fui hasta la puerta, llavero -y último atado de cigarrillos- en mano…
La ventaja de la soledad asumida, cuando uno se acostumbró al agujero que ha cavado para sí mismo, es que no deja deudas, deudores ni herederos.
Mi mujer no vivía conmigo; mis padres estaban demasiado lejos (ambos vivos, suertudos ellos); me separé a conciencia de todos aquellos que en nombre de la amistad se aprovecharon de mí, por los motivos que fueran.
Era la hora de partir, y tenía una decena de lamentos, pero la conciencia tranquila de no haberle pisado la cabeza a nadie.
Miré la llave de mi casa por última vez -dorada como en las historias de ficción- antes de ponerla en la cerradura y darle dos últimas vueltas.
Abrí la puerta lentamente, y ahí estaba la Muerte.
(No hace falta que te la describa, porque vos también la vas a conocer algún día, jamás me agradaron los spoilers, y la información no va a servirte realmente de nada.)
Nos vimos a los ojos durante un instante que pareció una eternidad, y en realidad fue poco más que una vida breve.
Estaba todo dicho, al parecer... así que no dijo nada.
Vamos a comprar un encendedor, le dije.
Y así, en silencio sepulcral, partimos.-
Excelente! Me gustaron mucho las referencias Sandmanianas... pero sabrás que no soy objetivo cuando aparecen cuestiones Gaimanísticas, jeje. Las reflexiones del protagonista en ese tiempo que pasa entre que le golpean a la puerta y toma la última decisión, el no retrasar más lo inevitable, están muy buenas y le dan un tono sombrío al relato. El remate es impecable.
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