"No sé qué pensar" suena a frase conveniente para ahorrarse el trámite de formularse conclusiones propias acerca de lo que se percibe en el entorno.
Día tras día contemplo un paisaje a la distancia con el que no deseo interactuar, como parado sobre un cerro desde el que se pueden apreciar las pinceladas generales, sin tener que entrar en mayores detalles.
Lo que más me preocupa es la tendencia moderna a relegar, delegar o terciarizar las facultades de servirse del propio entendimiento, de ver más allá de lo que presentan las apariencias, de preguntar "por qué?" la suficiente cantidad de veces.
Qué tengo que ver yo con esta gente, me pregunto, cuando los escucho regurgitar frases hechas, servirse de latiguillos de dominio público o trastabillar con conceptos complejos.
El mayor peligro de las nuevas disfunciones cognitivas es que son increíblemente contagiosas, o –puesto de manera más acertada– "virales". Y al ejemplo del uso de "emojis" refiero a cualquiera que esté leyendo ésto.
En tiempos del MSN Messenger y en la infancia de la cultura de foros, los emoticones se utilizaban para acentuar una oración o frase, para proveer un mínimo de contexto que enmarcara nuestros mensajes.
Hoy, el emoticon es el mensaje, la reacción, la opinión, todo en uno.
Y se ha establecido como tal en un período brevísimo de tiempo (veinte años no son nada desde la época del tango).
Pasamos de prepararnos el desayuno a tomar una píldora con sabor a café. Y no creo que sea bueno para ninguno de nosotros.
Lo mismo con las redes sociales, la mensajería instantánea y la asistencia por Inteligencia Artificial: sin pedirnos permiso ni perdón, Big Tech se volvió el nexo fundamental que gobierna las interacciones humanas, incluso cuando no tenemos nada para decir (pero el mundo debe enterarse).
Hace años me tortura la cabeza la idea de escribir un par de libros al respecto, porque estoy legítimamente preocupado.
No me importan la soledad, el aislamiento ni la reclusión ermitaña (tal vez agorafóbica, admito).
Me preocupa que vamos perdiendo de a poco la capacidad de comunicarnos; la obligación moral de formular pensamientos, hilvanar párrafos y conocer la definición de las palabras que utlizamos.
Me invade la incertidumbre cuando leo la manera en la que los algoritmos y la inteligencia artificial arbitran el discurso entre individuos.
Me drena el entusiasmo ser testigo de este espectáculo de lobotomía inducida al que no sólo estamos expuestos a diario, sino que además estamos obligados a aceptar sin necesidad de palabras.
En algún momento decidí dejar de escribir regularmente.
Cada día que pasa, veo que no me queda otra opción que hacerlo hasta el día que me muera.
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