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Recuerdos de Víctor Ramón

    Recuerdo los silencios del comedor quebrados por el reloj de péndulo.

   Y el vasito de vino blanco -con su repasador debajo- sobre la mesa. Su sonrisa enorme y radiante, aún sin la mayoría de sus dientes.Y los ojos cerrados y el meneo reprobatorio ante todas esas cosas espontáneas a su mujer, a la abuela Balbi, mi abuela. 
   Como poner la "música a todo lo que da", decía él 
-no usaba malas palabras ni en pedo, porque para eso estaba la abuela.

Y me puse a recordar...

   El Petiso Arce, le decían. 
   Menudo pero panzón con cicatriz de apendicitis y todo, bastante desdentado y plácidamente sonriente, era como un Buda en Laguna Paiva - un sitio de pacíficos y campechanos, apellidos familiares, vagones abandonados y soderos/lecheros a caballo desde sus ferroviarios albores y hasta que vendieron la casa.

   La diferencia era que Víctor Ramón Arce, tal era su nombre completo-, venía de Santa Fe y en Paiva sentó cabeza. Amante del jazz y del tango no-Gardeliano, se le animó, de guapo, a la literatura y a la trompeta. Y a poner música en los bailes, también. Y a todo eso renunció al conocer a mi abuela -y a su hija de soltera-. En sí mismo un desafío a las estadísticas en los tiempos de Evita con Perón.
 
   De guapo nomás, terminó la escuela abanderado entrado en los 40 y armó su Mundo Cassette.
   Su Fortaleza Familiar, cubierta de enciclopedias, diccionarios, Selecciones del Reader's Digest-probablemente el único suscripto del pueblo. Y también pequeños trofeos: fotografías; piezas de pesebre, discos y montones de historietas.
La diferencia con el resto del pueblo -además de la Reader's Digest, que iba a buscar en su bicicleta al correo- era que el Petiso Arce leía.

    Miraba partidos, tomaba su vino, dormía su siesta, los sonoros ronquidos una orquesta en sí misma-
Pero sobre todo leía. Hasta cuando se jubiló, se puso al servicio de la Biblioteca del pueblo.

   El Hombre Culto, como Aristóteles, que trabajaba sin descanso, que enseñaba modales, que instaba a repetirlos cuantas veces hiciera falta.
   El Hombre Sereno, como Marco Aurelio, que se vuelve el peñón en medio de las olas (económicas, familiares, espirituales) tan embravecidas y voraces.

   Fue árbitro, también. Buscó hacer cumplir las reglas, eso estaba claro a juzgar por la forma en la que se las espetaba en voz alta al televisor o al locutor de turno. ("Fául Réferi!!", "eso es penaal Réferi!!" "Ofsáid Réferi!!"). Fanático de Boquita él, mi abuela de River, los dos de Colón.

   Reclamos, indignaciones y protestas al televisor sí. 
   Jamás un insulto, ni al televisor ni a nadie. 
 
   No insultaba ni borracho, literalmente, cuando ameritaba la ocasión y se celebraba algún cumpleaños o esporádicas visitas de familiares lejanos. Y los buenos allegados por eso le "tomaban el pelo". Y los viles de corazón hablaban a sus espaldas con despreciable ahínco. 
   Por eso quizás se habrá quedado pelado...? 
   O tal vez había descubierto antes que nosotros que hay cosas más importantes que estar pendientes de la opinión ajena...?
   Tal vez su hermana, que era monja y pasaba algunas temporadas con nosotros, haya tenido-seguramente- algo que ver en ello. Hablo de su moderación en el hablar, no de su calvicie. Víctor Ramón emanaba un aura de humildad y gentileza que sólo hacía a su estricto temple tanto más admirable.Y que no es la tozudez de quien cree ciegamente en un Dios y se suscribe al dogma. En casa de mis abuelos hubo Testigos de Jehová, Cristianos, Mormones y hasta Adventistas, los únicos que lograron quitarle su mal hábito de fumar durante veinte años. Es esa porte que sólo puede aprenderse de alguien que se ha instruido en la fe, elevada aún más por la nobleza del Iluminismo: servirse del propio entendimiento más allá de la plegaria o la oración.

   O tal vez... ocurrió algo más.
   Tal vez el origen de dicha grandiosa humildad, fuese algo oscuro.
   Eso mismo que le llevó a empeñar la trompeta.
   Eso mismo que le hizo dejar de escribir historias.
   Eso mismo que lo impulsó a mantener dos trabajos durante más de treinta años.

   Algo que hizo surgir esa impasible y galante humildad, y la sonrisa -sin dientes- tan honesta.
Realmente la más honesta que he visto jamás.
   Algo que refinó la mente y el espíritu ahí donde su cuerpo se iba a ir quedando romo.
   Algo que tengo que encontrar en este viaje hacia las Profundidades de Uno.
 

 
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Este es un tema increíblemente largo, complejo y que precise seguramente reescribirse innumerables veces. Esta versión es la cuarta revisión en dos días, algo absolutamente inusual en mis hábitos literarios.
Sin dudas... continuará.

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