El grueso de nuestras adicciones -de todas las que tenemos todos, porque entre todos tenemos todas- están vinculadas de una forma u otra con el modo que nuestra mente tiene de operar y con los distintos mecanismos de recompensa que ha ido adaptando con el paso del tiempo.
Pasaron parva, parva de años y a efectos prácticos el cerebro ni se enteró que salimos de las cavernas: siguen gobernándonos impulsos e instintos que al día de hoy necesitan de un ajuste, o cuanto menos de un chequeo.
Tu impulso natural es sentirte alarmado ante los ruidos fuertes (la razón por la cual ambulancias y fuerzas policiales utilizan sirenas); sentir vértigo de lugares altos (que mantuvo a salvo a tus antepasados y los míos, y al que hubo que desafiar para poder poner en el aire un avión), y sentir aversión por olores demasiado fuertes en caso de que algo que pareciera comestible le costara la vida a tu pariente lejano (cosas que hubieran dejado afuera de nuestros platos a los quesos en general, así como a los fermentos de los que surgen licores y otras bebidas).
Tu impulso natural es sucumbir a los alimentos con azúcar y a las frituras, por eso evitarlos cuesta tanto. Para nuestro cerebro de cavernícola curtido a base de estímulos pavlovianos, encontrar estas cosas en la naturaleza era imposible, y asegurárselos resultaba en una inmensa satisfacción que generaciones y generaciones más tarde aún nos hacen agua la boca. Azúcar, frituras y la posibilidad de tener que quemarlos son los mismos motivos por los que (no) vamos al gimnasio o (no) hacemos actividad física.
En todo ello hay un origen y una base que ha permanecido mayormente inalterado, junto con una serie de cosas que hubo que modificar para que quienes nos precedieron pudieran traer la civilización hasta nuestros días. Es nuestro deber como individuos seguir adelante con esa carrera, y de a un hábito a la vez, modificar aquellas programaciones - que siguen haciéndonos comportar como monos egoístas para asegurarnos la supervivencia - por rutinas más eficientes, mejor escritas o cuanto menos, iteradas.
El problema es que las redes sociales se dieron cuenta de ésto antes que nadie, y se han esmerado en contratar a las mentes más brillantes de la actualidad para diseñar sus mecanismos de adicción.
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