Y llegamos al fin al corazón del tema:
Es muy difícil para las nuevas generaciones imaginar el mundo antes del Mortal Kombat.
Es igualmente imposible para las viejas recordar el mundo antes de El Primer Opening de Dragon Ball.
Yo sí recuerdo ese poster, que miraba obsesionado, sin saber bien por qué.
Más que una ilustración hecha a mano, parecía salida de un videojuego, de esos que se veían en los arcades:
Cómo poder explicar su impacto…
Uno podía intuir que eso que estaba ahí se convertiría en una revolución.
La excitación estaba ahí. La novedad podía palparse.
No conocía a ninguno de los personajes, pero la imagen exudaba un poder que no había visto nunca en Batman ni Superman.
Algo que excedía los profundos simplismos de Mafalda y Patoruzito.
Algo más allá de la hidalguía de Nippur de Lagash, de la filosofía de Gilgamesh El Inmortal y de la cínica frialdad de Dago, el Jenízaro Negro.
Tal vez por eso copiaba esos personajes, una y otra vez, como me salían; una costumbre que mantuve hasta bien entrados mis 20.
Pasaron algunos años hasta saber los nombres de Ten Shin Han, Piccolo, Trunks, Vegeta, Krilin y Son Gokuh.
Y un par de años más después de esos hasta descubrir el nombre -y la obra- de Akira Toriyama, demasiado vasta como para resumirla acá.
Alcanza con remarcar que el appeal de los diseños era simplemente magnético. Desde el dinamismo de las poses hasta la expresividad en sus movimientos.
Desde la estoica solidez de los personajes, como emulando a los dioses antiguos, hasta el tratamiento de los colores y el despampanante utilitarismo de las líneas.
El arte hablaba volúmenes de la obra, y aunque uno no supiera el nombre del creador, su influencia e improntas estaban muy claras.
Nada de esto alcanza para explicar el fenómeno mundial que acabó siendo Dragon Ball, y la forma en la que cambiaría -tal vez para siempre- la percepción que el mainstream tenía de los dibujos animados y el arte de autor.
Continúa en Parte II.
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