Una cosa es sentirse rechazado en lugares en los que no te importa ser bienvenido. Otra totalmente diferente es que se te ignore en algo que directamente tiene que ver (siempre tuvo que ver) con vos.
Algo en lo que te calentaste por destacar; algo en lo que tenés mucho para decir; algo en lo que podés hacer una diferencia -o tal vez ya la hiciste, y nadie se dio cuenta.
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Hace AÑOS que vengo haciendo lo que vengo haciendo.
He visto la forma que este mundo ha cobrado, y por adelantado me he deshecho de todo aquello que carece de valor, de todo aquello que no suma, de todo aquello que convierte a los individuos en zombies.
Nadie se sincera con vos cuando decís la verdad que los demás callan.
Es necesario alzar la voz y oponerse durante el suficiente tiempo a las normas para que los que están detrás tuyo decidan levantarse y protestar.
Y aún así, de un instante para el otro te convertís en prescindible, porque al final del día nadie pone la piel en juego; nadie desea comprometerse; nadie quiere ponerse una camiseta, mucho menos, transpirarla.
Renegué de la amistad, porque no pide explicaciones al llegar y por ello mismo parte sin avisar -a menos claro está, que uno esté dispuesto a seguirle el juego a la manada. El resto no me importó, porque tuve empírica evidencia de que estaba en lo correcto.
Poner a mis amigos a la altura de mis expectativas sólo los alejó de mí.
Ponerle el cuerpo y el alma a las cosas hechas entre amigos sólo los impulsó a usarme y descartarme.
Haberle puesto el pecho a sacar a mis amigos adelante sólo sirvió para que prescindieran de mí en el momento en que me negué a aceptar un consenso erróneo.
A efectos prácticos, es como si viviera en otro país: no conozco a nadie excepto a aquellos que trabajen conmigo. Y la mayoría de gente que está en mi rubro, por los motivos que fuesen, me ignora.
Tras años y años de que se prescinda de vos -sabiéndote imprescindible, habiendo dado pruebas, exámenes y cátedra en las materias a mano- en un mundo que premia la atención a medias -y la improductividad, y la mediocridad, y otras cosas a las que me opongo enérgicamente-...
qué me queda?
Estoy seguro que otros exiliados (los de verdad, los que agarraron sus cosas y se fueron) lo padecieron peor; incluso estoy seguro que usaron esas emociones como combustible para ponerle empuje a lo que hacían.
Hicieron valer sus sacrificios, como quien dice.
En resumidas cuentas, no queda más que acostumbrarse -otra vez- a que la tormenta va a seguir dando vueltas durante toda la estación, y hacer las paces conque va a haber que bancarla solo.
Aceptar -de nuevo- que ésta es, al fin y al cabo, la vida que uno creó para si mismo.
Tal vez el precio de seguir la propia Senda caminando se pague solo.
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