Uno de los apodos que mejor le sentaba, con su aprobación, era El Liche.
Dormía con las manos cruzadas sobre el pecho, como los faraones en sus sarcófagos. Su tez pálida y su quijada ligeramente inclinada le daban, en sus peores días, un aspecto cadavérico. Las manos largas y huesudas, siempre un cigarrillo en la mano, sin importar la hora o el día. Su manera de hablar e interpretar personajes rozando, siempre deliberadamente, modismos arcaicos.
Hasta en la forma de reír se encontraba un eco de la teatral villanía que se atribuye a los hechiceros undead.
Desde luego también, como toda entidad que sienta sus ambiciones más allá de la vida, había un cinismo utilitarista en su manera de referirse y pensar al ser humano promedio.
Entendía los preceptos que gobiernan las mecánicas de seducción con la suficiente distancia emocional para no lamentar pérdidas. Como su filactería cristalina, completamente invicto de marcas, pero increíblemente frágil.
Podría decirse que el deleite que le generaban sus siempre bien ejecutadas manipulaciones era lo que lo mantenía con vida. Porque no le importaba el dinero, pero le importaba el trabajo duro y metódico. No le importaba el prestigio, pero se esmeraba en dejar su impronta, incluso después de desaparecer. No parecía importarle el altruismo, pero era necesario que todo su accionar dejara, bien clara, una lección. Tampoco le importaba la moral, pero se mostraba visiblemente fascinado con las dinámicas del dolor.
O tal vez sus obsesiones, como la filactería requerida, eran el lugar para el reposo de su alma.
En todo aquello que consideraba de su atención, se esmeraba en estar mejor informado que nadie. En los foros y comunidades de los que participaba, estaba -o terminaba- siempre a cargo. Si un juego no le permitía avanzar, encontraba trampas o hacks para continuarlos igualmente.
Sin embargo, acá en casa vivíamos tranquilos.
Muy cortos de dinero, pero tranquilos.
La mutua chance de dejar a la otra persona hacer lo que se le cante en paz era todo un lujo. Como lo era compartir la miseria con un espíritu afín. Y también con sobriedad, algunas veces celebrarlo.
De ver videos y documentales, en la flamante novedad de Youtube, y conversar por horar y horas en pos de hallar respuestas a aquellas incógnitas que considerábamos tan importantes.
De poder regirnos por un código solemne, equitativo y de abierta honestidad.
De poder saber que había alguien más en caso de que uno llegara a quebrarse.
Alguien versado en El Señor de Los Anillos, los juegos de Rol, el Manga y el Anime.
Un espíritu afín.
A ninguno de los dos nos importaba el dinero, pero una discusión de dinero fue el principio del fin. Discutir, papeles en mano, el total adeudado de dinero por el tiempo que había estado viviendo acá sin pagar su parte. Ninguno de los dos cometía "errores": él hizo sus números por orgullo, yo lo hice para que quede claro quién tenía el orgullo más grande.
Ninguno quería prestigio, pero tener que darme la razón, imagino que terminó por rebalsar el vaso. Llegué a contar doce años de frecuentarnos hasta que decidí abrirle las puertas de mi casa, hasta que ocurrió ésto.
Jamás, en doce años, lo había escuchado admitir un error.
Sin importar cuánto tiempo pasó, un día llegó el silencio. Y la paranoia. De noche, en los peores días, me acuerdo de irme a dormir con un cuchillo bajo la almohada.
No había hostilidad ni discusiones: sólo silencio. Como un maleficio persistente. Como una premonición.
Y luego sólo quedó el vacío.
Volviendo de trabajar, un día me encuentro con la casa vacía y vaciada.
Mi computadora y tableta de dibujo; la garrafa de gas del vecino y algunas otras cosas más, incluidas todas sus cosas, desaparecidas.
La llave de la casa, con el llavero que yo le había dado, puesta del lado de afuera de la puerta entreabierta. Fui corriendo a casa de los vecinos, a preguntar si habían visto u oído algo. Nada.
Ese día fue la tercer y última vez que hice una denuncia policial.
Tenía la evidencia: foto, nombre y apellido, domicilio de trabajo y contactos familiares. Cuando fui a buscar una copia de la denuncia para presentar en Tribunales, descubro que la policía "extravió" la denuncia.
Su hermana -y empleadora- nunca me devolvió las llamadas.
Publiqué en Facebook su currículum y sus datos, práctica hoy considerada doxing.
Nadie aportó datos.
Nadie lo vio.
Nadie supo nada.
Ni siquiera los vecinos.
Exactamente lo mismo que aconteció cuando me abandonó mi ex: recibí una lección de la intensidad de el Dolor Fantasma. De sentirte robado y de no poder hacer nada.
Pasó el suficiente tiempo como para que la vida siguiera su curso.
Pasó tanto tiempo que mi ex volvió diez años después, conmigo.
Y ella me contó de que lo encontró un día, años atrás, haciendo trámites y le dijo lo ocurrido.Y yo le dije que no me interesaban ciertas cosas o personas tras algún tiempo transcurrido.
Y vaya si transcurre el tiempo...
tal vez no cura todo, pero eventualmente, cicatriza lo suficiente.
Es parte indispensable de El Ciclo Eterno: ver lo que pasó, aceptarlo por lo que es y hacer los duelos.
Aprender del error. Hallar en el obstáculo, el camino.
Juntar fuerzas para levantarse y proseguir.
De saber que todo adquiere perspectiva con el paso de los años y todo lo que ocurrió nos trajo hasta acá, sea por los motivos que fuere, y que es preciso mirar hacia adelante.
Resulta curioso entonces cuando un día cualquiera, caminando por la calle -con auriculares y gafas puestas- diviso a media cuadra de distancia una figura familiar: la calva, la palidez perceptible a la distancia, incluso la mueca de incomodidad que apareció en su cara, la forma en la que bajó la vista y entró a una casa.
Tenía puesto el mismo pulover de siempre, el pantalon de buzo acostumbrado y las mismas pantuflas que cuando vivía acá.
Estábamos en la misma vereda.
Por segunda vez, desapareció de mi vista;
se apartó de mi camino.
Y seguí adelante.
Pero me quedé pensando acerca del destino de una ilusión que alguien se toma demasiado en serio.
Continuará.
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