"Historias, Historias… quién quiere oír una buena historia?" pregonaba uno de los Narradores del Barrio del Ángel Gris que Alejandro Dolina ha revelado hace más de 35 años.
Es sabido que somos, mayormente, más animales que seres civilizados.
Pero lo que sin dudas nos califica como humanos, lo que nos eleva por encima de nuestros inevitables instintos naturales, es nuestro afán por las historias.
Fábulas, parábolas y cuentos que han cambiado en formas pero han mantenido viva alguna enseñanza universal que ha permanecido certera en su mensaje, moraleja o conclusión.
Fábulas que ha sabido capturar con ingenio y atino las facetas animales que adoptamos -o se apoderan de nosotros- en la cotidianeidad, usando animales parlantes como protagonistas. Como el afán de ese que, emulando al zorro, te baña en elogios para hacerte bajar la guardia y quedarse con tu comida al verte famélica de atención, cual urraca.
O la tendencia a bajar los hombros y escondernos como lauchas cuando llega la hora de responder quién le pondrá el cascabel al gato.
Imposible no haberte sentido al menos una vez procrastinando como la liebre mientras un tortuga te sacaba ventaja de a un paso seguro a la vez hasta que perdiste la carrera; o llevando ocios y excesos al extremo en los buenos tiempos sin pensar en el incipiente invierno, cantando al sol como la cigarra…
Tal vez alguna vez hayas sido como la rana que, conociendo la naturaleza del escorpión, igualmente le dio en simultáneo, la mano y la espalda.
Parábolas que nacieron para dejar un testamento a las generaciones venideras de las cosas que ocurren cuando pasamos mucho tiempo lejos del Creador.
Esa inclinación a esperar que venga un Cristo a cada boda a la que te invitan para convertir tu ofrenda de agua en vino.
O la facilidad con la que aplaudimos -y defendemos- al faraón de turno que busca "desafiar a Dios", buscando zafar de la inminente esclavitud convirtiendo al prójimo en nuestros esclavos.
No hace falta siquiera ser católico para empatizar con la idea de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio; mucho menos para comprender racionalmente la necesidad de instaurar leyes para que las almas susceptibles a la corrupción no se postren ante un ídolo de barro.
Y cuentos? Puf.
Los Tres Chanchitos, Caperucita y El Lobo, Hansel y Gretel… ni
siquiera la posterior sanitización de estas
historias (casi todas con un nudo o desenlace cruento) las privó de
grabar en el inconsciente colectivo sus mensajes:
- No garpa ser un holgazán, ni
regirse por la ley de menor esfuerzo. Mejor erigir la casa de ladrillos resistente a la tormenta que retozar en un habitáculo de heno que hasta el soplido de un lobo podría voltear.
- Hoy más que nunca, no hay ningún beneficio en exponernos -a nosotros y a los nuestros- al escrutinio de extraños capaces de aprovecharse de nuestra ingenua caperuza...
- No hay ninguna recompensa al final del camino para quien descuida sus deberes para seguir el camino indicado por caramelos y likes. Excepto terminar en una casa desconocida, somnoliento y aturdido como un pavo a punto de ir al horno (o con sobredosis de dopamina, que es lo mismo)
Todas historias. Cuando no las contás, te las cuentan; cuando no te las cuentan, salís a buscarlas. Cuando no las encontrás, es porque las estás interpretando.
Y la única forma auténtica de ver cuáles nos representan, cuáles nos inspiran y cuáles (no) interpretar en la obra de nuestras vidas es llevando un diario.
De lo contrario vamos a vivir recibiendo gato por liebre.
Hablando de interpretar historias…escuchaste hablar de los juegos de rol*?
Continúa en parte V.
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